Thursday, November 15, 2007

Qué triste

En la segunda mitad del siglo XX surgió la idea de que una guerra nuclear podía ganarse. Que un ataque nuclear limitado podría destruir al enemigo sin darle tiempo a reaccionar.

Frente a esta idea, un grupo de científicos independientes elaboró un estudio acerca del impacto de las cabezas nucleares de que ya entonces se disponía (con potencia muchas veces superior a las bombas lanzadas en Hiroshima y Nagasaki) sobre la atmósfera terrestre.

Sus conclusiones fueron que las nubes de polvo y ceniza ocultarían el Sol provocando un súbito y generalizado descenso de las temperaturas. La capa de ozono quedaría arrasada con una pérdida superior al 70%.

En definitiva: la guerra no podía ganarse. No sin que sus efectos convirtieran la Tierra en un desierto frío e inhóspito. Es lo que se denominó invierno nuclear. Con la excepción quizá de algunas bacterias, toda la vida desaparecería del planeta.

Así pues, nuestra expectativa de supervivencia no reside en la capacidad humana de resolver conflictos pacíficamente. Nuestra expectativa reside en que una guerra nuclear no puede ganarse. Y en que esto nos disuadirá de intentarlo. Menos mal.

Así pues, nuestra esperanza es el temor, propio y ajeno, a que cualquier ataque nuclear se vuelva en contra de quien lo acometa.

Nuestra esperanza es nuestro miedo.

2 comments:

indecible said...

Del hacha de sílex al misil nuclear, hay que ver cuánto, y qué poco, hemos avanzado .

saiz said...

Es exactamente así, Indecible. Gracias.