Friday, January 14, 2011

Castellio contra Calvino

Miguel Servet ha pasado a la historia por dos motivos: por sus estudios sobre la circulación sanguínea y por haber sido quemado en la hoguera. Su ejecución (que tuvo lugar en Ginebra el 27 de octubre de 1553) no se debió a su descubrimiento de la circulación de la sangre, sino a que, tal vez por su condición de médico, se atrevió a cuestionar el dogma de la Trinidad.

Servet, que –aunque de origen español- residió en Suiza, desató con ello el enojo de Calvino, quien maniobró cuanto pudo para conseguir del poder civil la orden de darle muerte.

La ejecución de Servet (tras atar su cuerpo a una estaca con una cadena, fijar su cuello con varias vueltas de soga y su cabeza con una corona de paja untada de azufre, y rodearle de haces de leña verde para hacer más lenta y dolorosa la agonía) provocó la repulsa de muchas personas, incluso en el ámbito religioso, quienes recriminaron a Calvino su actitud ensañada e inmisericorde, calificándolo de verdadero asesino por esa muerte que él auspició.

Entre estas personas estaba el también sacerdote Sebastian Castellio, contemporáneo de Calvino, quien expresamente reprochó a Calvino que él mismo, que en su día había sufrido la persecución de la Inquisición católica, instaurase después una Inquisición paralela en los lugares donde triunfó el calvinismo.

En un libro colectivo titulado “De haereticis”, Sebastian Castellio escribió lo siguiente:

“¡Oh, Cristo, Creador y Rey del mundo! ¿ves estas cosas? ¿Te has convertido realmente en otro distinto del que eras? Cuando viniste a la tierra, no había nada más apacible, nada más bondadoso que Tú, ninguno que soportara las ofensas más indulgentemente. Insultado, escupido, burlado, coronado con espinas, crucificado entre ladrones, en medio de la más profunda desesperación rogaste por aquéllos que te infligieron todos aquellos agravios e injurias. ¿Es cierto que has cambiado? Te lo ruego, por el sagrado nombre de tu Padre: ¿ordenaste Tú realmente que aquellos que no siguen todos tus preceptos y mandamientos tal y como postula tu enseñanza, fueran ahogados, desgarrados con tenazas hasta las entrañas, sus heridas espolvoreadas con sal, mutilados con espadas, quemados en un pequeño fuego y torturados hasta la muerte tan lentamente como fuera posible y con todo tipo de suplicios? Oh Cristo, ¿realmente apruebas esas cosas? ¿Son realmente tus siervos quienes disponen tales carnicerías, quienes de ese modo desuellan y descuartizan a la gente? Y cuando ponen tu nombre por testigo, ¿estás Tú realmente en esas atroces matanzas como si tuvieras hambre de carne humana? Si Tú, Cristo, ordenaras realmente estas cosas, ¿qué le quedaría entonces a Satán? Oh, terrible irreverencia, creer que Tú podrías hacer esas cosas…”.

Emociona leer estas palabras, que aparecen transcritas por Stefan Zweig en su apasionante estudio “Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia”, que acabo de leer.

Lo más triste de la historia, junto al asesinato de Servet, es que el libro “De haereticis” no llegó a publicarse en vida de Castellio. En efecto: Calvino maquinó también para que el libro fuera censurado y silenciado, por lo que hubo de pasar un siglo hasta que finalmente pudo imprimirse.

Pero las palabras de Castellio siguen vivas y, hoy igual que entonces, nos recuerdan que, como apunta Stefan Zweig al final de su estudio, “siempre habrá algún Castellio que se alce contra cualquier Calvino, defendiendo la independencia soberana de la opinión frente a toda violencia ejercida desde el poder”.

Wednesday, January 05, 2011

Maneras de morir

Tras el advenimiento en Austria del régimen nazi (que ya había triunfado en Alemania), el escritor austríaco Stefan Zweig tuvo que dejar su país, donde sus obras fueron prohibidas. En su autobiografía “El mundo de ayer” (que estoy leyendo) cuenta cómo transcurrió la muerte de su madre, quien -debido a su avanzada edad- había permanecido en Austria:

No me avergüenza decir que no me estremecí ni lloré cuando me llegó la noticia de la muerte de mi madre, a la que había dejado en Viena, sino que, al contrario, sentí algo parecido a un alivio, pues ahora la sabía a salvo de todos los sufrimientos y peligros. A los 84 años, casi sorda del todo, vivía en nuestra casa familiar y, por lo tanto, de momento no podía ser desahuciada ni siquiera de acuerdo con las nuevas leyes arias y teníamos la esperanza de llevarla al extranjero de un modo u otro al cabo de un tiempo. Uno de los primeros decretos de Viena la había afectado seriamente. A su edad tenía las piernas débiles y estaba acostumbrada, durante sus paseos diarios, a descansar en un banco del parque después de cada 5 ó 10 minutos de penoso andar. No hacía siquiera ocho días que Hitler se había convertido en amo y señor de la ciudad, cuando proclamó la orden que prohibía a los judíos sentarse en los bancos: era una de aquellas prohibiciones ideadas, obviamente, con el único y sádico propósito de martirizar con malicia. Y es que robar a los judíos tenía, al fin y al cabo, una cierta lógica y un sentido… Ahora bien, impedir a una anciana o a un hombre mayor cansado sentarse unos minutos en un banco para recuperar el aliento, eso estaba reservado al siglo XX y al hombre que millones de personas adoraban como el más grande de la época.

Por fortuna a mi madre le fue ahorrado el tomar parte por mucho tiempo en tales groserías y humillaciones, pues murió poco después de la ocupación de Viena y no puedo menos que mencionar un episodio relacionado con su muerte, pues creo importante dejar constancia de esta clase de detalles con vistas a un futuro que los tendrá por imposibles. Una mañana, aquella mujer de 84 años sufrió un desmayo. El médico que la atendió pronosticó enseguida que difícilmente pasaría de aquella noche y mandó buscar a una enfermera, una mujer de 40 años, para que la velara junto a su cama. Ni mi hermano ni yo, sus dos únicos hijos, estábamos en Viena y, naturalmente, no podíamos acudir, pues para los representantes de la cultura alemana regresar a Austria para visitar a una madre en su lecho de muerte también constituía un delito. De modo que un primo nuestro aceptó pasar la noche en la casa para que al menos alguien de la familia estuviera presente en el momento de la muerte. Aquel primo era entonces un hombre de 60 años… Cuando había empezado a prepararse la cama en la habitación contigua para pasar allí la noche, apareció la enfermera -hay que decir en su honor que bastante avergonzada- para comunicar que, lamentándolo mucho, según las nuevas leyes nacionalsocialistas, resultaba imposible pasar la noche al lado de la moribunda. Dado que mi primo era judío y, puesto que ella era una mujer de menos de 50 años, no podía pasar la noche bajo el mismo techo al mismo tiempo que él, ni siquiera para velar a una moribunda, pues lo primero que se le ocurriría a un judío sería practicar con ella un acto de deshonra racial. Por supuesto, añadió, lamentaba mucho aquella orden, pero debía cumplir la ley. Y así mi primo de 60 años, para que la enfermera pudiera quedarse junto a la moribunda, se vio obligado a salir de la casa al anochecer. Quizás ahora se comprenda que yo considerara afortunada a mi madre por no tener que seguir viviendo entre esa clase de gente
”.