Thursday, February 14, 2008

El proceso

Tras la guerra civil española de 1936-9, el poeta Miguel Hernández fue encarcelado y sometido a consejo de guerra por el bando vencedor. Su expediente judicial y carcelario aparece publicado en el libro “Proceso y expediente contra Miguel Hernández” (Alicante, 1992).

La sentencia que lo condenó es sumamente escueta. En un solo párrafo declara “que el procesado Miguel Hernández Gilabert, de antecedentes izquierdistas, se incorporó voluntariamente en los primeros días del Alzamiento Nacional al Quinto Regimiento de Milicias, pasando más tarde al Comisariado Político de la primera brigada de choque e interviniendo entre otros hechos en la acción contra el Santuario de Santa María de la Cabeza. Dedicado a actividades literarias, era miembro activo de la alianza de intelectuales antifascistas, habiendo publicado numerosas poesías y crónicas, y folletos de propaganda revolucionaria y de excitación contra las personas de orden y contra el Movimiento Nacional haciéndose pasar por el ``poeta de la revolución´´”.

Y termina condenándole “como autor de un delito de adhesión a la rebelión a la pena de muerte”, pena que después le fue conmutada por treinta años de cárcel.

Se hace duro imaginar a Miguel Hernández delante de aquellos hombres que le juzgaron, teniendo que tragarse las palabras frente a un tribunal injusto y espurio. Más bien deberían haber sido aquellos hombres los que se hubieran sometido al juicio del poeta, quien en todo momento defendió al Gobierno legítimo de España. Pero Hernández seguramente se bebió su orgullo por miedo a que, de otro modo, las consecuencias las sufrieran su mujer y su hijo (aquel niño para el que escribió las Nanas de la Cebolla).

Hay otro detalle, un tanto macabro, en el expediente carcelario del poeta. Cuando finalmente murió (en el año 1942 y a consecuencia de la tuberculosis que contrajo en la cárcel), los enfermeros no pudieron cerrarle los ojos. Al respecto, el médico de la prisión emitió un informe del siguiente tenor: “Que no me extraña que en el cadáver del recluso Miguel Hernández Gilabert no se pudieran cerrar los párpados por los medios mecánicos corrientes, ya que en vida dicho recluso padecía un síndrome típico de hipertiroidismo con sus facies de terror (síntoma de Graus) con su tríada de fijeza, insistencia y resplandor en la mirada. Su taquicardia y exoftalmos por insuficiencia paledral que, como dice Marañón, página 80, libro “Enfermedades del tiroide”: “Se pone más de manifiesto durante el sueño. Muchos de estos enfermos duermen con los ojos entreabiertos”. El síntoma de Dalrimple: El acortamiento del párpado superior deja ver parte de la esclerótica por encima de la córnea; y el de Graefe: En la rotación del globo ocular hacia abajo, el párpado no la acompaña dejando visible la esclerótica supracorneal. Su síntoma psíquico, puesto de manifiesto en su producción literaria y que encaja en lo que Pende llama taquipsiquia -viveza mental y emotividad exagerada- típico de dicho síntoma”.

Así que “taquipsiquia -viveza mental y emotividad exagerada-”. El médico había encontrado el origen (patológico) de su genio literario. En fin...

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Aunque es necesario conocer estos hechos, uno querría que nada de eso hubiera pasado. El propio Hernández deseaba que su hijo no conociera la verdad. En el último verso de las Nanas que le escribió, decía:

Duerme, niño, en la doble
luna del pecho.
Él, triste de cebolla;
tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.

2 comments:

Gemma said...

Interesante lo que cuentas. A mí todo esto (y no hace tanto tiempo) me suena a superchería médica...

Un abrazo.

saiz said...

Gracias, Mega, por tu comentario.

Introduje esta entrada a raíz de leer el libro al que aludo, sobre el procedimiento judicial seguido contra Miguel Hernández. Lo único que él hizo fue defender la República luchando en el frente como soldado y... escribiendo versos. Las autoridades franquistas, cuando estaban ya ganando la guerra, dijeron a los cuatro vientos que quienes no tuvieran "las manos manchadas de sangre" (o sea, quienes no hubieran matado fuera del cumplimiento de su deber militar) no tenían nada que temer. Y Miguel Hernández, como sólo había escrito versos, se lo creyó. Imagino que influiría en su decisión de no exiliarse el deseo de estar con su mujer y su hijo, pero el caso es que se confió y permaneció en España. El resultado ya lo ves: una condena a muerte, conmutada luego por 30 años de cárcel (supongo que para evitar el escándalo en el mundo de la cultura) que después de todo equivalió a la muerte por las condiciones en que los presos políticos vivían. Muy poco después contrajo la tuberculosis y murió.

Ahora que se habla de "memoria histórica" convendría que estas cosas se publicitaran, porque apenas son conocidas. Y estoy seguro de que habrá muchos casos como el de Hernández, no difundidos por carecer los afectados de notoriedad personal.

Nadie quiere resucitar rencores, pero la verdad debe difundirse, pues la verdad, aunque sea cruda, es necesaria para aprender de ella y no repetir errores.