Friday, April 30, 2010

¿Por qué no se mueve?

Lo leo en www.muyinteresante.es:

Los chimpancés sienten la muerte de sus congéneres de un modo muy similar al de los humanos, revelan dos estudios pioneros publicados en la revista Current Biology.

”Los datos de las observaciones revelan que la percepción de la muerte en esta especie está mucho más desarrollada de lo que se creía hasta ahora", destacó James Anderson, de la Universidad de Stirling, en Escocia, y responsable de uno de los dos trabajos. En concreto, Anderson y su equipo de la universidad escocesa de Stirling observaron en un vídeo a un grupo de chimpancés durante la agonía de "Pansy", una hembra vieja del Blair Drummond Safari Park. En los días anteriores a la muerte de la hembra, el grupo estuvo muy silencioso y le prestó mucha atención, y justo antes de morir fue acicalada y acariciada por sus congéneres.

Los animales parecieron buscar en ella signos de vida una vez fallecida y, aunque poco después se marcharon, su hija se quedó con ella toda la noche. Además, el grupo mantuvo una actitud respetuosa y callada cuando el cadáver fue retirado por los cuidadores y durante varios días los primates evitaron dormir sobre la plataforma donde se produjo la muerte, pese a ser un lugar habitualmente eligido para descansar.

"En general, hallamos varias similitudes entre el comportamiento de los chimpancés hacia la hembra antes y después de su muerte y las reacciones de los seres humanos ante la desaparición de un miembro anciano de la comunidad o de un familiar, pese a que los chimpancés no tienen creencias religiosas o rituales funerarios", señaló Anderson.

El segundo estudio, a cargo de Dora Biro y sus compañeros de la británica Universidad de Oxford, describe el caso de dos hembras en estado natural de un bosque guineano, cuyas crías, de uno y dos años, murieron a causa de un virus respiratorio. Durante semanas e incluso meses, ambas madres llevaron encima los cadáveres ya momificados de sus bebés, quizás incapaces de aceptar lo ocurrido, según sugieren los científicos.



Tras leer esto, me doy cuenta de que la inteligencia, aun siendo una evidente ventaja evolutiva (probablemente la mejor de todas), no hace que los seres dotados de ella sean más felices, sino más desdichados.

Los animales que no tienen consciencia de la muerte (ni de la muerte propia ni de la muerte ajena) no experimentan sufrimiento por la propia finitud, ni tampoco dolor por la pérdida de un ser querido.

Una cebra, en el momento de ser capturada por un león, sabe probablemente que va a dolerle, pero desconoce que ello va a implicar su muerte física, su definitivo dejar de existir.

Una gacela cuyo cachorro es devorado por un leopardo acusará la ausencia de éste, su súbita desaparición. Es probable que lo busque y hasta que lo “eche de menos” algún tiempo, pero ignora que su cachorro ha dejado de estar vivo.

En cambio, los chimpancés (según este artículo) sí atisban lo que significa la muerte. Tal vez no lo sepan del todo, pero lo barruntan o intuyen.

Y por eso sufren más que otros animales menos inteligentes.

También en esto los chimpancés están a pocos pasos de nosotros.

Me imagino a esas chimpancés con el cuerpo de sus crías a cuestas, negándose a aceptar su muerte, y cargándolos en su espalda hasta que –supongo- la putrefacción cadavérica les hizo al fin rendirse a la cruda evidencia.

Me imagino a esas chimpancés y no me resulta difícil ver, en ellas, el desgarro de una madre humana sosteniendo a su hijo muerto.

Thursday, April 22, 2010

¿Qué c... hacemos aquí?

Sigo leyendo “El miedo”, el texto en que Gabriel Chevallier dejó escritas sus vivencias como soldado en la I guerra mundial. Y cuanto más avanzo en su lectura, más me convenzo de la grandeza de este libro, que sin embargo no es muy conocido. (Creo que en España no se había editado hasta fecha reciente; ver entrada anterior).

El párrafo que ahora reproduzco corresponde al capítulo “En el Aisne”, y en él se pone de manifiesto lo absurdo de la guerra, tal como con claridad se percibía por los soldados de ambos bandos. Copio el párrafo sin añadir nada:


“Ese grito que se eleva a veces de las trincheras alemanas, “Kamerad Franzose!” (¡Compañero francés!), es probablemente sincero. El “fritz” (soldado alemán) se ve más próximo al “peludo” (soldado francés) que a su mariscal de campo. Y el “peludo” se siente más cerca del “fritz”, debido a la miseria común, que de la gente de Compiègne (mando militar francés). Aunque nuestros uniformes sean distintos somos todos proletarios del deber y del honor, mineros que trabajan en unos pozos disputados, pero ante todo mineros, con el mismo salario, y que corren el riesgo de los mismos escapes de grisú.

Sucede que, durante un día tranquilo en el que luce el sol, dos combatientes enemigos, en el mismo lugar, en el mismo instante, asoman la cabeza por encima de la trinchera y se ven, a 30 metros. El soldado de azul y el soldado de gris se aseguran prudentemente su mutua lealtad, luego esbozan una sonrisa y se miran no sin asombro, como para preguntarse: "¿Qué coño hacemos aquí?". Es la pregunta que se hacen los dos ejércitos.

En un rincón del sector de los Vosgos, una sección vivía en buenos términos con el enemigo. Cada bando se dedicaba a sus ocupaciones sin esconderse y saludaba cordialmente al bando adversario. Todo el mundo tomaba el aire libremente y los proyectiles consistían en chuscos y paquetes de tabaco. Una o dos veces al día, un alemán anunciaba: “Offizier!”, para señalar una ronda de sus jefes. Lo que quería decir: "¡Cuidado! Tal vez nos veamos obligados a mandaros algunas granadas". Avisaron incluso de un golpe de mano y la información se reveló exacta. Luego la cosa se puso más fea. La retaguardia ordenó una investigación. Se habló de traición, de consejo de guerra, y unos suboficiales fueron degradados. Parecía que se temía que los soldados se pusiesen de acuerdo para poner fin a las hostilidades, en las mismas barbas de los generales. Parece que este desenlace habría sido monstruoso.”

Tuesday, April 20, 2010

La guerra por dentro

Supongo que las personas que van a la guerra prefieren después olvidar sus vivencias, e incluso inconscientemente las suplantan y edulcoran. Tal vez necesiten hacerlo. Y quizá por eso hay muy pocos relatos que muestren con toda su crudeza cómo es una guerra por dentro.

Estos días leo “El miedo” (traducción de “La peur”), de Gabriel Chevallier, en que el autor recoge sus recuerdos de los años vividos en el ejército francés durante la primera guerra mundial.

Se lee como una interminable pesadilla, como una extenuante historia de terror en que la truculencia y la tensión no conceden respiro.

Como muestra, reproduzco un párrafo. El resto del libro (361 páginas en la edición española de “Acantilado”) es igual de intenso.

Mientras leo, me pregunto la razón de tanto padecer. Me pregunto para qué les sirvió todo ese sufrimiento: es decir, qué ventaja o provecho obtuvieron los países que durante cuatro años (1914-8) participaron en aquella locura. Si alguien lo sabe, le agradecería que me lo explicara.

(Del capítulo V, “La barricada”:)

"De súbito, el soldado que me precedía se acuclilló, gateó para pasar por debajo de un montón de material de construcción. Yo me acuclillé detrás de él. Cuando se incorporó, descubrí un hombre pálido como la cera, tumbado de espaldas, que abría una boca sin aliento, unos ojos inexpresivos, un hombre frío, rígido, que debía de haberse deslizado debajo de aquel ilusorio refugio de tablas para morir. Me encontré bruscamente cara a cara con el primer cadáver reciente que hubiese visto en mi vida. Mi rostro pasó a algunos centímetros del suyo, mi mirada se topó con su aterradora mirada vidriosa, mi mano tocó su mano gélida, oscurecida por la sangre que se había helado en sus venas. Me pareció que aquel muerto, en ese breve cara a cara que me imponía, me reprochaba su muerte y me amenazaba con su venganza. Esta impresión es una de las más horribles que me he traído del frente.

Pero ese muerto era como el guardián de un reino de los muertos. Este primer cadáver francés precedía a cientos de cadáveres franceses. La trinchera estaba llena de ellos. Desembocábamos en nuestras antiguas primeras líneas, donde había partido nuestro ataque de la víspera. Unos cadáveres en todas las posturas, que habían sufrido todo tipo de mutilaciones, todo tipo de desgarraduras y todo tipo de suplicios. Cadáveres enteros, serenos y correctos como santos de relicario; cadáveres intactos, sin rastro de heridas; cadáveres churreteados de sangre, manchados y como arrojados a la rebatiña de unas bestias inmundas; cadáveres calmos, resignados, anodinos; cadáveres aterradores de seres que se habían negado a morir, furiosos, derechos, sacando pecho, despavoridos, que reclamaban justicia y maldecían. Todos torciendo el gesto, con sus pupilas apagadas y su tez de ahogados. Y pedazos de cadáveres, jirones de cuerpos y de ropas, órganos, miembros desparejados, carnes humanas rojas y violáceas, parecidos a carne podrida de carnicería, grasas amarillentas y fofas, huesos que dejaban escapar la médula, tripas desenrolladas, como gusanos repulsivos que aplastamos no sin temor…

De lejos percibí el perfil de un hombrecillo barbudo y calvo, sentado en el banquillo de tiro, que parecía reírse. Era el primer rostro distendido, reconfortante, que nos encontrábamos, y fui hacia él con agradecimiento, preguntándome: "¿qué motivos tiene para reír así?". ¡Se reía de estar muerto! Tenía la cabeza cortada muy limpiamente por la mitad. Al adelantarlo, descubrí en un impulso de retroceso que le faltaba la mitad de aquel rostro risueño, el otro perfil. Tenía la cabeza completamente vacía. El cerebro, que había rodado de una pieza, estaba justo a su lado (como un producto de casquería), cerca de su mano, que lo señalaba. Este muerto nos gastaba una broma macabra. De ahí, quizá, su risa póstuma. Esta farsa alcanzó el colmo del horror cuando uno de nosotros lanzó un grito estrangulado y nos empujó brutalmente para huir.

-¿Qué te pasa?

-Creo que es... mi hermano.

-¡Mírale de cerca, Dios santo!

-No me atrevo... -murmuró mientras desaparecía-.”

Monday, April 19, 2010

El botón de apagar

Puede que el botón nuclear no sea un botón, sino una clave o un código. Tal vez (ojalá) no sea solamente un botón, un código o una clave, sino varios botones, códigos o claves sobre los que operar conjuntamente. Sí, es preferible que sea así. Es preferible que una sola persona no pueda acabar con la vida en el planeta. Que, al menos, sean necesarias varias voluntades actuando de consuno. Porque una sola persona (el jefe de Estado, la autoridad militar…) puede sufrir un trastorno mental o un brote de ofuscación o arrebato… y pulsar el botón.

(Claro que varias personas también pueden sufrir al mismo tiempo una crisis de locura. No sería la primera vez.)

Por otro lado, es de suponer que el procedimiento para accionar las armas nucleares no será muy complejo. Sin duda, quienes lo han diseñado habrán previsto que, en caso de ataque, la reacción ha de ser inmediata.

Así que probablemente son muy pocas voluntades las que, fugazmente y sin mayores controles, pueden desencadenar el apocalipsis: el exterminio global de la humanidad.

Estamos todos los humanos a merced de unas cuantas mentes, de unas pocas voluntades, tan expuestas al desequilibrio o a la enajenación como las de cualquier otra persona.

Todo el planeta está en manos de unas pocas manos (¿cuántas: dos, tres, tal vez cuatro…?). De poquísimas manos que, además (y a juzgar por su comportamiento en la vida privada y en la actividad política), no parecen ni demasiado sensatas ni demasiado lúcidas.

Toda la vida en la Tierra depende de que una (o dos, o tres, o cuatro) personas no aprieten un botón.

A este grado de fragilidad hemos llegado.

Habrá que preguntarse qué hacer para que ese botón (o botones), y las armas a él conectadas, dejen de funcionar. Para que desaparezca de una vez el botón de apagarlo todo.