Wednesday, September 23, 2009

Como si no valieran

Si fuéramos ciegos, valoraríamos mucho ver una puesta de sol (o una flor, o un pájaro…).

Si fuéramos sordos, valoraríamos mucho oír una canción (o un ladrido, o el viento…).

Si fuéramos mancos, valoraríamos mucho abotonarnos la camisa (o tocar la guitarra, o usar el cuchillo y el tenedor a la vez…).

Si viviéramos en la cara pobre del mundo, valoraríamos mucho abrir un grifo y que salga agua (o conectar la calefacción, o pulsar un interruptor y encender la luz…).

Pero como (por suerte) podemos ver, oír, usar ambas manos, tener agua corriente…, no valoramos en nada lo que tenemos.

Tal vez deba ser así. Pero es triste que, para valorar plenamente cualquier cosa, tengamos que carecer de ella o haberla perdido.

Monday, September 07, 2009

Se me enciende la sangre

En el libro “Viaje de un naturalista alrededor del mundo”, que recoge las impresiones obtenidas por Charles Darwin a lo largo de su expedición en el barco Beagle (1831-6), Darwin no sólo se refiere a los aspectos biológicos que constituían el objeto esencial de su estudio. Además, no puede sustraerse a la realidad humana y social que ve a su alrededor. Uno de los párrafos más impactantes se contiene en el capítulo XXI:

"El 19 de agosto abandonamos en definitiva las costas de Brasil, dando yo gracias a Dios de no tener que volver a visitar países de esclavos. Todavía hoy, cuando oigo un lamento lejano me acuerdo de que al pasar por delante de una casa de Pernambuco oí a alguien quejarse; en el acto se me representó en la imaginación, y así era en efecto, que atormentaban a un pobre esclavo [...] En Río de Janeiro vivía yo frente a la casa de una señora vieja que tenía tornillos para estrujar los dedos a sus esclavas. He vivido también en una casa en la que un joven mulato era sin cesar insultado, perseguido y apaleado como si fuera el más ínfimo animal. Un día vi (antes de que pudiera interponerme) dar a un niño de seis o siete años, tres porrazos en la cabeza con el mango del látigo, por haberme traído un vaso que no estaba limpio; el padre del chico presenció este verdadero tormento y bajó la cabeza sin atreverse a proferir ni una palabra […] He visto a un hombre, tipo de benevolencia a los ojos del mundo, a punto sde separar de los hombres, a las mujeres y a los niños que constituían numerosas familias [...] ¡Figuraos cuál sería vuestra vida si tuvieseis constantemente presente la idea de que vuestra mujer y vuestros hijos -esos seres que las leyes naturales hacen tan queridos hasta a los esclavos- os han de ser arrancados del hogar para ser vendidos, como bestias de carga, al mejor postor! Pues bien, hombres que profesan gran amor al prójimo, que creen en Dios, que piden todos los días que se haga su voluntad sobre la tierra, son los que toleran, ¿qué digo?, ¡realizan esos actos! ¡Se me enciende la sangre cuando pienso que nosotros, ingleses, que nuestros descendientes estadounidenses, que todos cuantos, en una palabra, proclamamos tan alto nuestras libertades, nos hemos hecho culpables de actos de ese género".

Darwin no va más lejos. Todavía es un hombre creyente (posteriormente dejará de serlo y se volverá agnóstico). Además, no ha escrito aún sus dos obras fundamentales, “El origen de las especies” (1859) y “El origen del hombre” (1871). Pero no creo que Darwin dejara de sentir una intensa desazón al constatar que el ser vivo que más ha desarrollado su inteligencia, aquél que más lejos ha llegado en la comprensión del mundo y en su capacidad de transformarlo..., es capaz de ignominias tan crueles como la esclavitud.

Este verano he leído el "Viaje de un naturalista..." y, más que sus apreciaciones biológicas, me ha llamado la atención el párrafo transcrito.

Darwin era un hombre de ciencia, uno de los mejores de todos los tiempos. Pero no sólo eso. Era además (y afortunadamente) un hombre al que, delante de la injusticia, se le encendía la sangre.